El arte y la gastronomía se encuentran en Matsuba

Sobre Avenida Moliere 63 en Polanco, un espacio culinario ha emergido con una propuesta que fusiona la maestría gastronómica japonesa con el arte tradicional. Matsuba, con apenas cuatro meses de apertura, ha logrado consolidarse como un referente de la cocina omakase en la Ciudad de México. Con tan solo 15 asientos y un privado para ocho a 10 personas, la exclusividad es parte de la experiencia, permitiendo una atención minuciosa por parte del chef ejecutivo Juan Cruz y su equipo, entre ellos el chef Julián Rodríguez.

Uno de los elementos que distingue a Matsuba es su cámara de maduración, un espacio donde los pescados son tratados con una técnica que extrae la humedad y el agua, intensificando su sabor y resaltando las grasas naturales. Esta práctica elimina el conocido “fishy taste” o sabor mineral del mar, logrando perfiles más complejos y delicados. Desde un salmón de 28 kilos que puede madurar por más de un mes, hasta pescados más pequeños que alcanzan su punto ideal en dos semanas, cada pieza es curada con exactitud para revelar lo mejor de su esencia.

Una cena a la medida: Omakase en Matsuba

El menú de la noche fue una experiencia bien equilibrada y deliciosa, comenzando con una selección de canapés: un crujiente Bite de Medregal Karage, ostiones con mignonette que resaltaban por su frescura y un tartar de atún con foie gras que aportaba una combinación entre crujiente, fresco y suave. Después, el omakase llevó la cena a otro nivel con un aguachile de callo de hacha bien ejecutado, sashimi de atún tataki y mejillones sakamushi acompañados de un jugo con una textura cremosa y muy buttery.

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El punto más destacado fueron los nigiris de pescado madurado, donde la técnica de la casa quedó reflejada en cada bocado: sabores profundos, una textura impecable y un equilibrio perfecto entre frescura y complejidad. Luego, el temaki uramaki sorprendió con su combinación de anguila, foie gras, hongos enoki tempura y tartufata, logrando una mezcla bien integrada de lo dulce, lo graso y lo umami. Para cerrar con broche de oro, un postre que sin duda vale la pena: la casata de avellana. Una combinación de helado de café, caramelo y un crujiente de avellana, finalizado con una capa fina de carbón activado para el acabado final.

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Para el maridaje, comenzamos con el vino rosado Barón Balché Siis Clarette, suave y equilibrado, ideal para abrir la experiencia. Continuamos con el sake Junmai Ginjo Kikushi, un sake japonés con notas florales y delicadas, perfecto para quienes disfrutan perfiles elegantes y sutiles. Finalmente, para acompañar el postre, el sake espumoso MIO aportó un cierre refrescante y ligero, con un dulzor sutil y bubbly.

Gyotaku y la belleza efímera del mar

Cada pez tiene su propia historia y su singularidad se revela en cada impresión. Gyotaku (魚拓) proviene de las palabras japonesas “Gyo” (pez) y “Taku” (frotar), y es una técnica que nació en el siglo XIX como una forma de documentación. Los pescadores lo utilizaban para registrar sus mejores capturas y también como una herramienta visual en los mercados, donde las impresiones servían como referencia para identificar las especies en venta.

La técnica original consistía en aplicar tinta negra sobre papel arroz, pero con el tiempo evolucionó hasta convertirse en un arte tradicional que captura los detalles anatómicos del pez. Cada impresión es única, ya que no se trata de una plancha de grabado, sino de la huella de un organismo irrepetible.

Durante la experiencia en Matsuba, la artista Josiane Almeraya Bretón nos guió en este proceso, compartiendo su enfoque particular. A diferencia del Gyotaku clásico en blanco y negro, Josiane también suele incorporar color en sus obras, devolviéndole al pez la vitalidad y luz que pierde tras la muerte. Al morir, esta especie pierde en su piel su característico brillo y tonalidad, pero a través de la tinta y el papel, se busca revivir su esencia, la cual queda impresa como un testimonio de su existencia. Su arte está inspirado en el concepto japonés del wabi-sabi, que celebra la belleza de lo imperfecto, inacabado y efímero.

El proceso inicia con la limpieza del pescado, donde se le retiran las escamas y se prepara cuidadosamente para la impresión. Luego, se aplica tinta de calamar o tinta sepia, las cuales son orgánicas y comestibles, que tienen una textura similar a la del óleo o la acuarela. El pescado utilizado en la sesión fue un purel, que posteriormente fue consumido, respetando la naturaleza sostenible de la técnica. Una vez entintado, se coloca con precisión el papel de arroz sobre el pez y se ejerce presión manualmente para plasmar su silueta en el papel. Se estiran las aletas y se destacan los contornos para capturar su anatomía en detalle. Después de la impresión, en la post-producción se agregan trazos finos que resaltan los ojos y otras características distintivas.

Gyotaku es mucho más que una técnica; es una forma de conectar con la naturaleza y honrar la vida de cada pez. Cada impresión cuenta una historia irrepetible, capturada en el momento justo antes de desaparecer.

La experiencia con el Mezcal Manojo

Parte del maridaje de la noche estuvo a cargo de Mezcal Manojo, una propuesta que forma parte del universo culinario del chef, Enrique Olvera y que busca elevar la experiencia del buen beber desde Oaxaca, donde se produce. David Ríos, bartender y embajador de la marca, nos guió en un recorrido sensorial por los matices de este destilado artesanal.

Manojo busca ser un mezcal fino y elegante, la máxima expresión del agave espadín. Su proceso inicia con agaves de entre siete y nueve años de edad, conocidos como capones. Cuando el agave alcanza su madurez, comienza a desarrollar una estructura llamada quiote, un tallo floral que concentra los azúcares antes de la floración. En este punto, los maestros mezcaleros lo podan, permitiendo que la planta retenga sus azúcares y desarrolle un perfil de sabor más complejo e intenso.

Cuando el agave está listo, se jima, es decir, se retiran sus pencas y se extrae de la tierra. Luego, se parte en cuartos y se lleva a un horno cónico de piedra volcánica, donde se cocina lentamente bajo tierra. Tras varios días, los agaves cocidos se dejan reposar para concentrar sus sabores antes de ser triturados en una taona, una rueda de piedra volcánica movida por fuerza animal o mecánica, que extrae las fibras y jugos esenciales.

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El líquido resultante se deja fermentar en tinas de madera, generalmente de sabino o árboles frutales como manzano y peral, lo que añade matices sutiles al destilado. Posteriormente, el mezcal pasa por un alambique de cobre, donde se destila dos veces para alcanzar su punto ideal de alcohol. Con un volumen de 43° grados, Manojo logra un equilibrio entre potencia y suavidad. Se recomienda degustarlo en pequeñas pruebas, tomando un respiro entre cada una para que las papilas gustativas se adapten a su complejidad.

Matsuba es una experiencia completa que fusiona sabores, arte y tradición

Matsuba no es solo un restaurante; es un espacio gastronómico donde la cocina, el arte y la tradición convergen en una experiencia multisensorial. Desde la técnica del omakase hasta la expresividad del Gyotaku y la profundidad del maridaje, la experiencia además de una excelente cena, también es una historia contada a través de los sentidos y una que vale la pena conocer. Una vez al mes, tienen este evento único y especial.