Permítanme empezar siéndoles muy honestos lectores de The Happening; soy un fanático casual del boxeo, y como fan casual, ya estoy harto de las promesas vacías de Canelo, pero aun así, este sábado 3 de Mayo me compre mis cervezas, puse mi alarma y me senté frente a la tele, esperando que esta vez el boxeo me diera algo de vida. En cambio, me topé con un evento que parecía maldito desde el arranque.
Los organizadores, cegados por los petrodólares, decidieron montar el circo en Arabia Saudita, pero ¿a quién se le ocurre programar una pelea a las 7 de la mañana? Es una falta de respeto para los fans locales que si compraron su boleto. Se sentía el ANB Arena sin una gota de ambiente, era un funeral: ni una cerveza a la venta, ni un grito que encendiera al público y para rematar, una tormenta de arena azotó Riyadh esa mañana, cubriendo todo con un velo de polvo que hizo la experiencia aún más sombría. Los pobres que pagaron cientos de miles de pesos por estar ahí (boletos de hasta 10,000 dólares, según reportes) se llevaron una cachetada: un evento frío, desangelado y con más arena que emoción. Y eso fue solo el preámbulo.
Ya con ese mal sabor, vi a Saúl “Canelo” Álvarez entrar con su bata azul, audífonos dorados, la misma pose de siempre, como si el resultado fuera un trámite. William Scull, el cubano con el título de la FIB, llegó con una sonrisa que gritaba “sé a lo que vengo”. Los mariachis intentaban levantar el ánimo, pero el aire estaba cargado de promesas rotas: ¿sería esta la noche en que Canelo me haría gritar de emoción? Spoiler: no lo fue.
Los rounds iniciales fueron un trámite. Canelo avanzaba como bulldozer, soltando ganchos al cuerpo que no levantaban ni el polvo. Scull, en modo maratonista, corría por el ring con jabs tan flojos que parecían caricias. En el cuarto asalto, un chispazo: Scull conectó un uppercut que me ilusionó por medio segundo, haciendo que por un instante pensara que algo podía cambiar hoy. Pero Canelo respondió con dos golpes al hígado, y Scull volvió a su plan de “mejor salgo vivo de esta”. Para el décimo round, los abucheos ahogaban los pocos golpes, y el público, tan harto como yo, parecía rogar por un milagro. Al final, veredicto unánime (115-113, 116-112, 119-109), y Canelo, otra vez, campeón indiscutido del supermediano. Qué emoción…
La verdad, como fan casual, estoy ya desesperado. Cada pelea de Canelo es un circo de promesas vacías: previas llenas de videos emotivos, Canelo jurando que “va a salir a matar” al rival, insultos cruzados en conferencias que pintan un pleito épico, como si se odiaran a muerte y solo en el ring pudiera resolverlo. ¿Y qué pasa? Nada. La pelea arranca y es lo mismo: 12 rounds de flojera, pura técnica sin chispa (que puede emocionar a los puristas, pero como ya se los dije, yo no soy uno de ellos) Canelo persiguiendo y el rival corriendo.
Esta vez, Scull fue patético, conectando solo 152 golpes en la pelea, con menos golpes en la historia desde que se lleva el registro de CompuBox (445 totales). Pero Canelo no hizo nada por prender el show. Y al final, ¿qué? Los dos se abrazan, se juran “respeto eterno” y se van riendo al banco, porque con ese trámite aburrido Canelo se embolsó 80 millones de dólares y Scull entre 3 y 5 millones, haciéndolos obscenamente más ricos. Ese circo me desespera: nos venden un drama que nunca llega, y yo, como fan, me quedo con las ganas de un espectáculo de verdad.
Como mexicano, quiero querer a Canelo. Quiero presumir sus títulos, sentir el orgullo en el pecho. Pero, ¿cómo, si cada pelea es un somnífero? Sus combates son un loop de persecución sin alma, un trámite que me deja con ganas de apagar la tele. Mientras, Marco Verde, en su debut esa misma noche, noqueó a Michel Polina en 44 segundos con un gancho al hígado que gritaba pasión. Eso es lo que quiero: un ídolo que prenda, no que me duerma. Hasta los puristas que mencionaba en este párrafo, que juran que Canelo es poesía, esta vez han tenido poco que defender de la pelea del sábado.
Y ahora, ¿qué sigue? Canelo enfrentará a Terence Crawford en septiembre, y todos dicen que será “la grande”. Pero, sinceramente, ya no me la creo. Cada vez que pago el pay-per-view, me siento como un tarado que cayó en la misma trampa. Me venden un Canelo feroz, un guerrero mexicano que hará temblar el ring, y termino viendo una clase de ajedrez sin jaques. Quiero boxeo, no burocracia. Quiero la garra de un Juan Manuel Márquez, la electricidad de un Marco Verde, no este desfile de billetes que Canelo y sus rivales montan mientras se ríen de nosotros.
Scull no ayudó, claro, con su estrategia de “corre y abraza”, pero Canelo, el supuesto rey, tuvo la chance de cambiar el ritmo y no lo hizo. ¿Orgullo mexicano? Cada vez me cuesta más encontrarlo en él. Ojalá Crawford traiga algo diferente, porque si no, me bajo de este tren de decepciones que, francamente, como fan inexperto y casual (como la mayoría de los que vemos estas peleas lo somos) ya me tiene harto.